viernes, 25 de junio de 2010


¡Nueva crítica!

16/6/2010

La compleja necesidad de la satisfacción personal

Trimáritas

Tres mujeres adultas. Son también tres las palabras que bien podrían definir a esta pieza de Pablo González Casella —intensa, realista y emotiva— donde se cuentan tres historias muy diferentes en lo argumental pero significativamente hermanadas en lo emocional. Porque se eso se trata: de emociones, de amor y de felicidad. La obra es un cachetazo a la mediocridad y a la conformidad. Una reivindicación de la juventud —del alma— que nada tienen que ver con la edad.

¿Cómo alcanzar ese engañoso objetivo último —ese que nos desorienta y nos mal influencia, siempre bajo la luz del faro del futuro, inhóspito y desconocido— llamado felicidad? Sin poder de intervención en lo que será y lo que vendrá y ahogadas en el mar de circunstancias que día a día las desesperan, Sofía, Diana y Andrea se juntan, charlan, se apoyan y cada una se vuelve especialista en el arte de aconsejar a la otra mientras se convierten en testigos pasivos de sus propias historias. Sin darse cuenta se replantearán su vida. Las elecciones, los preceptos y las frustraciones. La necesidad de transformación. La búsqueda de la realización personal. Los miedos, la responsabilidad y la maternidad. La infidelidad y la sumisión. Un explosivo entramado de cuestiones de la vida cotidiana que apoyados en excelentes actuaciones no solo no permite la indiferencia de cualquier espectador, sino que incluso conmueve y emociona.

Trimáritas es una reflexión, es la puesta en escena de una problemática psicológica actual propia del hombre —y sobre todo de la mujer—. Es un texto que a pesar de rozar lo realista, conserva un tinte poético en algunos pasajes, sobre todo en algunos monólogos de sus protagonistas, donde se percibe el complejo proceso del autor al momento de escribir, sabiendo que tiene que contar “algo común” con el compromiso del rigor teatral. Algo tan común como la angustia y la insatisfacción —propias de todas las épocas— pero que ante la ruptura cada vez más influyente de los preceptos culturales y los dogmas sociales, nos impiden —por suerte— hacer oídos sordos y mirar para otro lado y nos obliga a reaccionar.

La escenografía es muy precaria pero suficiente. Se recrean nuevos espacios (que debemos imaginar) y los personajes salen y entran sin desaparecer nunca de la vista del espectador. Se congelan, permanecen quietos, con la última expresión que mostraron hasta volver a intervenir. Se mimetizan con la escenografía, son parte del decorado: ya no están. El ojo debe acostumbrarse —aunque rápidamente se logra gracias a un perfecto trabajo de iluminación— a identificar quién interviene y en qué situación espacial se desarrolla cada escena.

En esta dinámica se luce Daniel Reffray, interpretando a tres hombres diferentes con un par de anteojos y una camisa blanca como únicas herramientas de diferenciación, evidenciando una enorme concentración y versatilidad.

Como los fuegos artificiales —impecablemente representados en el final con un juego de luces sutil— la vida es corta y fugaz. Destella, ilumina, y nos quema. Después de tanta angustia y dolor, de las tablas cae un mensaje, repetido y hasta quizás por eso muchas veces vacío, pero que en el seno de Trimáritas se carga de significados y lastima con un golpe a la razón.


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